martes, 24 de noviembre de 2015

FRAGMENTO DE FUENTEOVEJUNA (1-2)

ACTO III ESCENA  IV   SALE LAURENCIA, DESMELENADA
 LAURENCIA: Dejadme entrar, que bien puedo, en consejo de los hombres; que bien puede una mujer, sino a dar voto, a dar voces. ¿Conocéisme?
 ESTEBAN: ¡Santo cielo! ¿No es mi hija?
JUAN ROJO: ¿No conoces a Laurencia?
LAURENCIA: Vengo tal, que mi diferencia os pone en contingencia quién soy.
 ESTEBAN: ¡Hija mía!
LAURENCIA: No me nombres tu hija.
ESTEBAN: ¿Por qué, mis ojos? ¿Por qué?
 LAURENCIA: Por muchas razones, y sean las principales: porque dejas que me roben tiranos sin que me vengues, traidores sin que me cobres. Aún no era yo de Frondoso, para que digas que tome, como marido, venganza; que aquí por tu cuenta corre; que en tanto que de las bodas no haya llegado la noche, del padre, y no del marido, la obligación presupone; que en tanto que no me entregan una joya, aunque la compren, no ha de correr por mi cuenta las guardas ni los ladrones Llevóme de vuestros ojos a su casa Fernán Gómez; la oveja al lobo dejáis como cobardes pastores. ¿Qué dagas no vi en mi pecho? ¿Qué desatinos enormes, qué palabras, qué amenazas, y qué delitos atroces, por rendir mi castidad a sus apetitos torpes? Mis cabellos ¿no lo dicen? ¿No se ven aquí los golpes de la sangre y las señales? ¿Vosotros sois hombres nobles? ¿Vosotros padres y deudos? ¿Vosotros, que no se os rompen las entrañas de dolor, de verme en tantos dolores? Ovejas sois, bien lo dice de Fuenteovejuna el hombre. Dadme unas armas a mí pues sois piedras, pues sois tigres... --Tigres no, porque feroces siguen quien roba sus hijos, matando los cazadores antes que entren por el mar y pos sus ondas se arrojen. Liebres cobardes nacisteis; bárbaros sois, no españoles. Gallinas, ¡vuestras mujeres sufrís que otros hombres gocen! Poneos ruecas en la cinta. ¿Para qué os ceñís estoques? ¡Vive Dios, que he de trazar que solas mujeres cobren la honra de estos tiranos, la sangre de estos traidores, y que os han de tirar piedras, hilanderas, maricones, amujerados, cobardes, y que mañana os adornen nuestras tocas y basquiñas, solimanes y colores! A Frondoso quiere ya, sin sentencia, sin pregones, colgar el comendador del almena de una torre; de todos hará lo mismo; y yo me huelgo, medio-hombres, por que quede sin mujeres esta villa honrada, y torne aquel siglo de amazonas, eterno espanto del orbe.
ESTEBAN: Yo, hija, no soy de aquellos que permiten que los nombres con esos títulos viles. Iré solo, si se pone todo el mundo contra mí.
JUAN ROJO: Y yo, por más que me asombre la grandeza del contrario.
 REGIDOR: ¡Muramos todos! BARRILDO: Descoge un lienzo al viento en un palo, y mueran estos enormes.
 JUAN ROJO: ¿Qué orden pensáis tener?
 MENGO: Ir a matarle sin orden. Juntad el pueblo a una voz; que todos están conformes en que los tiranos mueran.
 ESTEBAN: Tomad espadas, lanzones, ballestas, chuzos y palos.
MENGO: ¡Los reyes nuestros señores vivan!
TODOS: ¡Vivan muchos años!
 MENGO: ¡Mueran tiranos traidores!
TODOS: ¡Tiranos traidores, mueran! Vanse todos

 LAURENCIA: Caminad, que el cielo os oye. ¡Ah, mujeres de la villa! ¡Acudid, por que se cobre vuestro honor, acudid, todas!

lunes, 16 de noviembre de 2015

Fragmento de Paginas de la Historia de Colombia y Venezuela o Vidas de sus Hombres Ilustres

Todas estas dotes y una pluma fácil y flexible necesita el escritor que quera seguir Venezuela en su varia fortuna, y representarla en los días de peligro y gloria y en los de oprobio y degradación. Y hasta la diversa disposición de espíritu de los historiadores es indispensable, entusiastas y poéticos o severos y tristes, para trazar con verdad los cuadros graves y sublimes, terribles y sombríos, viles y miserables de nuestra historia. Así cuando haya que pintar a Venezuela a la cabeza e la América del Sur, venciendo las grandes batallas, haciendo estremecer al Cuzco, rindiendo a doce generales, creando a Colombia, constituyendo al Perú y dando ser a Bolivia; cuando tengamos que admirar el valor venezolano decidiendo las grandes contiendas, sus soldados de fortuna hechos jefes de las naciones que crean, las plazas públicas decoradas con sus estatuas y sus nombres convertirse en los nombres de las capitales y hacerse los grandes recuerdos de nuestra historia; fuerza será toma de Tulcídides y Tito Livio el estilo grandioso y elegante, las nobles formas, severas y sencillas de estos historiadores.

Que si es preciso trazar corazones degenerados y caracteres débiles, la tenacidad y presunción de los gobernantes, la versatilidad y ligereza de los ministros, la ambición y despecho de los tribunos, la disposición turbulenta de las poblaciones; o ya el caos sangriento de la anarquía, y pintar el egoísmo, la crueldad y el desenfreno de soldados rapaces y facciosos, manejos viles e intrigas, el olvido d toda virtud y pudor, la avaricia y el desprecio a las leyes, la República a merced de la fortuna y capricho de sus enemigos, la degradación de los ciudadanos que se precipitan en la servidumbre, la expoliación del erario, la bajeza del pueblo, el menosprecio merecido de todas las naciones, claussum armis, senatum, ahí están Tácito y Guicciardini, tristes y severos historiadores de una época semejante y a veces de crímenes iguales.

¡Pueblo singular que ha recorrido en pocos años lo que hay de más excelente en la gloria y la libertad, y de más ignominioso en la servidumbre¡ Quid ultimum in libertate…quid in servitute.

Nuestro primer pensamiento fue escribir la historia general de Venezuela, sueño de nuestra juventud y tentación seductora en nuestra proscripción civil; pero el éxito de las pocas que hasta hoy han aparecido, solo ha servido para calmar nuestro arrojo y desalentarnos. Y ciertamente que es difícil en medio de la escasez de documentos sobre algunas épocas, y de falta de apuntamientos y memorias, que quién en el laberinto de otras y en la averiguación de hechos importantes, controvertidos o dudosos, seguir a Venezuela a través de sus vicisitudes políticas, unida a España o combatiéndola, haciendo parte de Colombia o rompiendo la unidad y constituyéndose independientemente; agitada primero en su separación definitiva, próspera y feliz más luego, hasta hallar la esclavitud y la miseria, al ir en busca de una libertad irrealizable y de un bienestar quimérico. Escribiendo con exactitud y candor los hechos importantes de los varones que figuraron en la vasta tela de tantos sucesos, los dividimos realmente para estudiar mejor y para ilustrarlos, y prepararnos materiales preciosos al escritor futuro de esta vasta epopeya. Faltarán los grandiosos cuadros y pinturas, que una historia general comporta, pero el interés y la instrucción no perderán nada; ya que estudiando a los hombres en sus diferentes pasiones, aislada y detenidamente, se comprenderán mejor los sucesos en que tomaron parte, su carácter e influjo. Sin aspirar a una imitación imposible de los modelos antiguos, a la fuerza de veracidad y curiosos pormenores, procurarnos ser interesantes como Plutarco; y harto hombres presenta nuestra época para imitar modelos poco difíciles de Suetonio y Procopio.

La biografía de Martín Tovar y Tovar nos servirá para describir la época pacífica, que precedió a la revolución y os grandes acontecimientos en que tuvo parte; la vida inactiva y o abril, aurora brillante de tempestuosos días; la lucha del deber y del patriotismo contra los lisonjeros halagos el poder absoluto; el trabajo en medio de las preocupaciones de la política; la independencia de carácter en contraste con una admiración reconocida pero servil; y a través de pasiones viles y de los crímenes d una revolución larga y sangrienta, no una virtud de cálculo, que es la virtud del vicio, sino la verdadera virtud, la santidad del alma, convertía en gusto, instinto, costumbre y difundida en hechos de beneficencia y generosidad, y en una abnegación natural, sin esfuerzos ni sacrificios.

Fragmento de Edipo Rey

PASTOR: ¡Ay!, ¡heme aquí ante una cosa horrible de decir!
 EDIPO: Y para mí también horrible de oír. Pero, sin embargo, tengo que oírla.
 PASTOR: Se decía que era hijo de Layo. Pero la está en casa, tu mujer, te diría mejor que nadie cómo fue eso.
EDIPO: ¿Te lo dio ella?
PASTOR: Sí, rey. EDIPO: ¿Para qué?
 PASTOR: Para que lo hiciera desaparecer.
 EDIPO: ¿Una madre? ¡desgraciada!
PASTOR: Por miedo de horribles oráculos.
EDIPO: ¿Qué decían esos oráculos?
PASTOR: Que aquel niño debía matar a sus padres; así se decía.
EDIPO: Pero tú, ¿por qué se lo entregaste a este anciano?
PASTOR: Por piedad, señor. Pensaba que se lo llevaría a otra comarca, a la isla donde él vivía. Mas él, para las más grandes desgracias, lo guardó junto a sí. Porque si tú eres el que él dice, has de saber que eres el más infortunado de los hombres.
EDIPO: ¡Ay! ¡Ay! Todo se ha aclarado ahora. ¡Oh luz, pudiera yo verte por última vez en este instante! Nací de quien no debería haber nacido; he vivido con quienes no debería estar viviendo; maté a quien no debería haber matado. (EDIPO entra precipitadamente al palacio. Los dos pastores se marchan, cada uno por su lado.)
CORO: ¡Ay, generación de mortales! ¡Cómo vuestra existencia es a mis ojos igual a la nada! ¿Qué hombre, qué hombre ha conocido otra felicidad que la que él se imagina, para volver a caer en el infortunio después de esta ilusión? Tomando tu destino como ejemplo, infortunado Edipo, no puedo mirar como dichosa la vida de ningún mortal. «Su arco había lanzado la flecha más lejos que ninguno; había conquistado una felicidad, la más afortunada, ¡oh Zeus!; había hecho perecer ignominiosamente a la doncella de los dedos en garra, la de los cantos enigmáticos; se había erigido en nuestro país como una torre contra la muerte. «Desde entonces, Edipo, se te llamaba nuestro rey, y habías recibido los más grandes honores como amo y soberano de la poderosa Tebas. «Y hoy, ¿quién es aquel cuya desgracia sea más lamentable de oír? ¿Quién vive en su hogar una vida más trastornada, más llena de aflicciones y atroces tormentos? «¡Oh, ilustre Edipo, el mismo puerto bastó para hacer encallar al padre y al hijo en el seno del mismo lecho! ¡Cómo, cómo los surcos fecundados por el padre pudieron, ¡desgraciado!, aguantarte tanto tiempo en silencio! «Pero bien a pesar tuyo, el tiempo, que lo ve todo, lo ha descubierto al fin, y de aquí que condena tu himeneo demasiado monstruoso, que te hizo hacer madre a la que lo fue tuya. ¡Ay!, ¡ay!, hijo nacido de Layo, ¡pluguiera a los dioses que jamás te hubiese yo conocido! Pues desde el fondo de mi pecho grito y me lamento sobremanera, y mi boca no puede exhalar, sino gritos de dolor. Y, sin embargo, para decir la verdad, gracias a ti he podido respirar y sentir que el sueño cerraba mis ojos. (Entra desolado un PAJE que llega de palacio.)
PAJE: Vosotros, que en esta tierra continuáis siendo siempre los más dignos de estima, ¡qué actos vais a saber, qué actos vais a contemplar, y que lúgubre dolor vais a soportar si, como fieles a vuestra raza, guardáis aún el mismo afecto a la casa de los Labdácidas! Pues nunca, a mi entender, ni el Istro ni el Fasis, con sus aguas, podrán lavar ni purificar este palacio de la abominación que lo llena. Pero pronto van a salir a plena luz otras desgracias voluntarias y no impuestas. Ahora bien, de todos sufrimientos, los más crueles son aquellos de los que nosotros mismos somos autores.
CORIFEO: No nos hace falta añadir nada a lo que sabíamos para gemir profundamente; ¿qué nos vas a anunciar aún ahora?
 PAJE: Una cosa muy breve de decir y de saber. Yocasta, nuestra reina sagrada, Yocasta ya no existe.
 CORIFEO: ¡Oh, la muy infortunada! Y ¿cuál ha podido ser la causa de su muerte?
 PAJE: Nada, sino ella misma. De todo lo que aconteció, lo más horrible te ha sido ahorrado, pues de ello tus ojos no han sido testigos. Sin embargo, vas a saber todo lo que ha sufrido la desgraciada, según lo que yo pueda recordar. Alocada, apenas pasó el vestíbulo, se precipitó en la cámara nupcial, mesándose con ambas manos los cabellos. Tan luego como entró, cerró de golpe las puertas y, llamando a Layo, muerto desde hace tiempo, evocando el recuerdo del hijo, que había nacido desde hacía años, al hijo a cuyas manos Layo había de morir, dejando a esa madre añadir hijos, si tal nombre merecían, de su propio hijo. Gemía sobre el lecho en donde, doblemente miserable, había engendrado de su esposo un esposo, e hijos de su propio hijo. No sé cómo después se mató. Pues Edipo, gritando, llegó precipitadamente, y ya no pude ver la muerte de la reina. Nuestros ojos estaban fijos en el rey, que corría alocado, pidiéndonos una espada y que le indicásemos dónde se hallaba su mujer, que no era su mujer, si no el campo maternal doblemente fecundado del cual habían salido él mismo y también sus hijos. En ese momento, un dios sin duda secundó su furor y le condujo hacia ella, pues nadie de los que estábamos allí presentes le facilitamos ninguna indicación. Entonces, dando un horrible grito, se lanzó, como si alguien le hubiera guiado, contra la doble puerta, hizo saltar de sus goznes los herrajes labrados, y se precipitó en el interior de la habitación. Allí vimos a su mujer colgando, todavía sostenida por un cordón trenzado. En cuanto la vio, el desventurado Edipo, lanzando espantosos rugidos, deshizo el nudo que la mantenía en el aire y la desgraciada cayó al suelo. Entonces vimos cosas horribles: Edipo le arranca de los vestidos los broches de oro que los adornaban, los coge y se los hunde en las órbitas de sus ojos, gritando que no serían ya testigos ni de sus desgracias ni de sus delitos: «En las sombras, decía, no veréis ya los males que he sufrido ni los crímenes de que he sido culpable. En la noche para siempre, no veréis más a los que nunca deberíais haber visto, ni reconoceréis a los que ya no quiero reconocer». Lanzando tales imprecaciones, levantaba sus párpados y se los golpeaba con golpes repetidos. Sus pupilas sangrantes humedecían su barba. No eran gotas de sangre las que de ellos fluían unas tras otras; de ellos brotaba una lluvia sombría, una granizada sangrienta. Estos males han estallado por culpa del uno y de la otra, y el hombre y la mujer mezclaron sus desgracias. Antes gozaban, es verdad, de una larga herencia de segura felicidad; pero hoy no hay más que gemidos, maldiciones, muerte, ignominia; en una palabra, todas las calamidades que llevan tal nombre, ni una sola falta.
CORIFEO: ¿Y ahora, el desgraciado está más tranquilo, en medio de sus males?
PAJE: Grita que se abran las puertas, y que se muestre a todos los cadmeos al matador de su padre, al hijo cuya madre ..., pero no puedo repetir sus palabras impías. Dice que quiere huir de esta tierra y no permanecer nunca más en su hogar, cargado de las maldiciones que él mismo pronunció. Necesita, sin embargo, un guía y un apoyo, pues su dolor es demasiado grande para que pueda soportarlo. El mismo te lo va a mostrar. He aquí que los cerrojos de las puertas se han corrido. Vas a ser testigo de un espectáculo que conmovería el corazón aun del más cruel enemigo. (Entra EDIPO, guiado por un servidor; tiene los ojos reventados, y el rostro, cubierto de sangre.)
CORIFEO: ¡Oh sufrimiento espantoso para ser contemplado, el más atroz de cuantos hasta ahora he podido ser testigo! ¿Qué locura se abatió sobre ti, infortunado? ¿Qué dios vengador ha puesto el colmo a tu fatal destino, abrumándote con males que sobrepasan el dolor humano? ¡Ah!, ¡ah desgraciado! No puedo posar mi mirada en ti; yo que quería interrogarte largamente, hacerte hablar, mirarte de frente, no sé ante ti más que estremecerme de horror.
EDIPO (A tientas.): ¡Ay!, ¡ay!, ¡qué infortunado soy! ¿A qué rincón de la Tierra me iré así, desgraciado? ¿ Dónde mi voz podrá llegar? ¡Ay!, destino mío, ¿dónde me has hundido?
CORIFEO: En una horrorosa desgracia, inaudita, espantable.
EDIPO: ¡Oh nube de tinieblas!, ¡nube aborrecida que ha caído sobre mí!, ¡nube indecible, indomable, empujada por el viento del desastre! ¡Desdichado de mí!, ¡desdichado mil veces! ¡Con qué dardos a la vez me traspasan el aguijón de mis heridas y el recuerdo de mis desgracias!
 CORIFEO: Sufriendo lo que sufres, no es de extrañar que redobles tus quejas y que tengas doble dolor al sobrellevarlas!
 EDIPO: ¡Ay, amigo mío; tú eres el único compañero que me queda, puesto que consientes en ocuparte aún del ciego que soy ahora! ¡Ay!, ¡ay! Sé que estás ahí, pues, a pesar de estar sumido en las tinieblas, reconozco tu voz.
CORIFEO: ¡Oh, qué acción la tuya! ¿Cómo has tenido valor para apagar así tus ojos, y qué divinidad ha podido forzarte a ello?
 EDIPO: Apolo, amigos míos; sí, Apolo, él fue el instigador de los males y de los tormentos que padezco. Pero ninguna otra mano, ninguna otra, sino mía, ha reventado mis ojos, ¡desdichado de mí! ¿Por qué tenía yo que ver, cuando de todo lo que podía ver nada podía ya ser agradable a mi vista?

 CORIFEO: ¡Ay! Efectivamente, sería como dices.

sábado, 31 de octubre de 2015

Texto para 11-12


Hacia finales del siglo XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.
Él creía que eso de hablar francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar en castellano.
Al parecer, aquel hombre era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.
Luis, muy expedito, llamó por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de los españoles.

 Autor  Pío Baroja: Fragmento de  La caja de música.

Fragmento de Cien años de Soledad

Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor.
-Es todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
-No -la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podía cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible. Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y se reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a
Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
Aureliano no comprendió hasta entonces... Puso al niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado… se abrió de brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma: -¡Los amigos son unos hijos de puta!
Al amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño. No lo encontró en la canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego para pensar.
Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el radiante amanecer de febrero. Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres: El primero de lo estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.
Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino. Los encontró intactos, entre las plantas
Era la historia de la familia escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación.

La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

jueves, 22 de octubre de 2015

Evaluacion 1 Castellano semestre 7




Nombre________________Apellido_______________Cedula______________




I. Observa las siguientes tiras cómicas  de Quino. Señala  al emisor, receptor, di ¿cuál es el mensaje, el canal, el código utilizado y cuál es el contexto?


II. Define:

Comunicación Verbal, No verbal, Comunicación y elementos de la Comunicación.


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III. Completa el siguiente esquema de los elementos de la comunicación:



miércoles, 14 de octubre de 2015

Literatura Indígena venezolana (LEYENDAS).

Hola Chicos acá os dejo los textos  que deben llevar a clase , es uno para cada uno, en el siguiente orden:

  Reyes : Leyenda  YUKPA sobre la creación del Hombre
Un día, Dios se dirigió al bosque, donde anduvo de un sitio a otro; mientras lo hacía, golpeaba árboles con su hacha. Así, pasó de uno a otro hasta llegar a uno que dejó salir sangre desde el momento en que el hacha cayó sobre él. Dios derribó este árbol, y de su madera labró las figuras de dos niños. En seguida, derribó un segundo árbol, de cuyo tronco fabricó una caja, y dentro colocó las dos figuras. Luego, llamó un pájaro, el pájaro carpintero, al que ordenó sentarse sobre las figuras. Luego cerró la caja con una tapa y la dejó en el bosque.
Días más tarde, la compañera de Dios fue al bosque y se sorprendió enormemente de escuchar voces. Siguiendo la dirección de los sonidos, descubrió la caja. Con muchísimo cuidado levantó la tapa. Cuál no sería su sorpresa al encontrar dos niños y un pájaro. Ella (la compañera de Dios) se llevó los niños a casa y los crió  hasta que fueron grandes y pudieron convertirse en marido y mujer. Muchos niños nacieron de esta joven pareja y, eventualmente, se casaron unos con otros. Al transcurrir unos años, hubo gran número de gente sobre la tierra.
 Un día, Dios bajó entre los hombres y los reunió frente a él. Les contó cómo habían surgido ellos de las figuras de madera y que,  por tanto, todos eran descendientes de una pareja original de seres nacidos de unos mismos padres y al mismo tiempo. Les advirtió que, puesto que ahora había gente suficiente sobre la tierra, de allí en adelante, ningún hombre podía tomar como esposa a hermana.
La gente convino en aquello y prometió guardar esta ley. Entonces, Dios presentó el pájaro carpintero a los Yupa como su ayudante en el trabajo, y le dio formas humana.
El último día de la permanencia de Dios entre los yupa, organizó una fiesta y les enseñó el arte de preparar la “chicha”. Finalmente, antes de irse, les prometió que, después de esta vida, llamaría a los Yupa  a unírseles allá en su tierra.

Ospino:   etnia Guarekena LEYENDA DE MACHÁLIKA-WEENI O CERRO LA JUVENTUD 
Para el comienzo del mundo, había una mujer con tres hijos. Uno de ellos era un despreciado, nadie lo quería. Él era despreciado por varios motivos: no conseguía trabajo, no conseguía mujer, lo que aspiraba no lo conseguía. Por eso, en el caño Simakén, se encuentra una laguna como a 2 kilómetros de la boca de San Miguel que se llama MUNAPANA, es decir, la puerta de la casa de las toninas, y ahí los tres hermanos hablaron: ¨Hermano, ¿cómo puede usted conseguir trabajo? Si no lo consigue, ¿qué va a hacer Usted?
Él dijo: ¨Mano, lo que me queda es matarme¨.
Le contestaron: ¨¿Cómo te vas a matar?¨
Él se subió a un árbol, de ese árbol se tiró al suelo, pero al caer, lo hizo en una laguna. De la laguna salió un hombre que le dijo: ¨Amigo, ¿Qué te pasa?¨
¨No hombre, yo lo que ando buscando es la muerte¨´
¨¿Por qué motivo te vas a matar?¨
¨Porque no encuentro trabajo, ni mujer. Por esos motivos me voy a matar¨, contestó. El hombre, que era yecuana, entonces le dijo MULULI, así se llamaba el que tenía todos los remedios para conseguir lo que yecuana necesitaba. Los tenía en el cerro de Machálikaweeni. Este cerro es la maleta de la medicina que tenía ese señor, el Mulúli, es decir, el araguato.
Él le dijo: ¨No hombre, amigo, es muy sencillo. Si quiere que yo le consiga ese remedio, acompáñeme para ir a Kuléyana¨. Entonces, ninguno sabía dónde quedaba ese caño.
Desde que inventaron ese viaje desde la boca del caño Sike, se fueron ellos, subieron, en cada caño preguntaban a los porteros o agentes que tenían esa gente en ese tiempo. Le preguntó al portero del caño Ichani: ¨Señor, ¿nos puede decir, si por este caño se encuentra el caño Kuléyana?
¨yo acabo de recibir una información del jefe que tengo en este caño, que no se llama Machálika-Weeni, sino que se llama UKUSILIMA (o Cerro Jabúa, es decir, con forma de esa fruta); bueno, ese se encuentra en la cabeza del caño Kuléyana (Sejal).
¨ ¿Cuánto tiempo se gastará por aquí?¨
¨Si se va por el propio caño unos cuatro o cinco días, va a pasar trabajo. Es mejor que se meta por este desecho¨. Se metió en una laguna. En esa laguna había dos asientos y por allí lo llevaron rápido a la boca del caño Kuléyana.
En esa boca se meten dos caños, uno al este y otro al norte. Al norte el kuléyana y al este el desecho que sale al Casiquiare (desecho tápu). Luego siguieron, y entonces le preguntó: ¨Amigo, ¿Cuáles son las medicinas que usted desea tener?¨
¨Yo deseo toda clase de medicinas que me sirvan a mi persona¨.
En el caño kuléyana hay una laguna; ahí estaba viviendo la abuela de los dueños de ese cerro. La vieja les permitió seguir, arribaron a la boca del caño Machálika-Weeni, que es un caño que da al oeste. Este caño nace en la falda del cerro Machálika-Weeni. Tiene tres picos, que señalan hacia los puntos cardinales. Uno es borrado al naciente. Solo tienen tres picachos: más bien hacia el este, oeste y sur. En ellos, se forma una laguna. En esa laguna está un agua estancada con muchas hierbas y se estanca en el pozo; es helada. Allí le dijo: ¨Mire amigo, ya lo vamos a curar, quítate la ropa¨.
Entonces el yecuana se desnudó y Mulúli se montó encima de él, lo pisó y le sacó todos los bagazos que tenía dentro. Las comidas malas. Lo puso boca arriba y lo lavó bien lavado. Luego le dijo: ¨Subamos, que arriba te conseguiré todo para que no te pongas viejo¨. Ahí fue mostrando las hierbas: ¨Esta hierba es para que no te pongas viejo, esta para conseguir novia, esta para conseguir trabajo; ahora, estas otras hierbas son malas, son para atraer a las mujeres casadas. O cosas malas¨. El yecuana era porfiado y de ahí, contrajo la muerte.
Le dijo Mulúli: ¨eso es todo¨. Cuando vayas a llegar a la casa, toca el pito. Entonces, cuando faltaban veinte metros para llegar a su casa, tocó el pito. Las muchachas dejaron lo que estaban haciendo para encontrarse con yecuana. Desde ese momento conseguía trabajos, mujeres, y por ese motivo los otros compañeros querían matarlo. Él dijo que no salía de su casa y que si querían darle trabajo, él iba a su trabajo y regresaba a su casa, por eso, hoy en día, quien triunfa tiene enemigos.
Al fin lo mataron y después lo quemaron. De sus restos salieron hierbas; esas hierbas son las pusanas. Él murió en el cerro Machálika-Weeni. Por eso dicen que hay dos pozos, uno donde llegó y se bañó y otro donde quedó su cadáver.

Gonzalez : Cuento warao  UN MOSQUITO HOMBRE 
En una ranchería sumamente numerosa, vivía una india joven muy robusta. Un mosquito que la vio, deseando chuparle la sangre, se convirtió en un joven guarao y la tomo por mujer.
La india estaba siempre muy gruesa; en cambio su marido, el mosquito, estaba siempre muy flaco.
Por la noche, al acostarse, dijo el joven guarao a su mujer: “cuelga tu chinchorro cerca del mío y duerme tranquila cerca de mí” la pobre india, sin saber que era un mosquito convertido en guarao e ignorando sus intenciones, colgó allí cerca su chinchorro y se entregó confiada al sueño al lado de su marido. Esto, cuando la vio profundamente dormida, se levantó y le chupó casi toda la sangre.
A la mañana siguiente, amaneció la india muy flaquita; en cambio, su marido,  el mosquito, estaba muy grueso henchido de sangre. Poco después del desayuno empezó la india nuevamente a engordar y a la hora de la cena ya estaba en su estado normal; pues por medio de la mucha comida había recuperado la sangre. Su marido, por el contrario, oscurecía extenuando y flaquito, porque durante el día se le iba agotando la sangre.
Llegada otra vez la noche, el indio mosquito aconsejó de nuevo a su mujer que se acostase a su lado y, mientras ella dormía, volvió a chuparle la sangre. Así estuvieron varias semanas, engordando la mujer por el día y enflaqueciendo por las noches, y su marido engordando por las noches y enflaqueciendo en el día.
Una vez amaneció la mujer extremadamente flaca; al verla, el indio de la ranchería le preguntó: ¿Qué te pasa durante la noche que todos los días amaneces tan delgada? “No sé lo que me pasa, contestó la india; desde que mi marido me manda a dormir a su lado amanezco sin fuerzas y extenuada”
Al oír esto empezaron los indios a sospechar que ese hombre no era un guarao, sino que era algún mosquito bravo convertido en forma de hombre, para poder chupar cuanta sangre quisiera a la india, mientras dormía.
Una noche, antes de acostarse, llamaron aparte a la mujer algunos indios y le dijeron: mira; “Tu marido no debe ser un guarao; debe ser algún mosquito y mientras tú duermes te chupa la sangre si esta noche te manda a dormir cerca de él cuelga el chinchorro y te acuestas; pero vigila lo que hace y no duermas.
A la hora de acostarse, la india estaba ya gruesa y el indio mosquito flaquísimo. Este mandó a su mujer que se acostara allí cerca y ella colgó junto a él su chinchorro como todos los días; pero fingiendo que dormía, no durmió nada.  A media noche, creyendo el mosquito que su mujer estaba dormida, se levantó del chinchorro y empezó a chupar la sangre. La india, al sentir la picada, gritó a los otros indios diciendo: Mi marido me está chupando la sangre; vamos a matarlo. “como el mosquito no había chupado nada todavía y aún estaba sin fuerzas, la india sola lo mató y lo deshizo en pedazos. Una  vez descuartizado, lo metió en el fuego y lo convirtió en cenizas cogió éstas  en una totuma, salió fuera del rancho, las sopló en todas  partes, al mismo tiempo que la india muy brava decía: “Estas cenizas se convertirán en zancudo, en golofas, en moscas en tábanos y en todas clases de plagas.” así sucedió, pues al día siguiente era tal el número  de zancudos, golofas, moscas negras, tábanos y demás clases de plaga inundaron aquellos lugares que los indios, no pudieron soportarlos, fueron a vivir a otra parte. 
Aquella noche durmió tranquila la mujer y amaneció en su estado normal de robustez. Desde entonces, nunca más volvió a tener marido que le chupara la sangre.
Si aquella india no hubiera esparcido por todas partes las cenizas de aquel mosquito, no habría tanta plaga; pero hay muchas moscas, tábanos, golofas y mosquitos bravos, porque aquel mosquito era el padre de toda la plaga.
Castellanos: Cuento warao DONDE LOS INDIOS EXPLICAN EL ORIGEN DE ELLOS Y EL FUEGO 
Al principio, no había indio alguno aquí abajo en la tierra; todos estaban arriba en las nubes allí cazaban mucho, y eran tan buenos tiradores, que rara vez fallaban el tiro de la flecha.
Un día, sin embargo, que oyeron cantar en el aire a un pájaro llamado ¨Quiriquiri¨, un indio le disparó la flecha, pero como acertó bien, atravesó aquel suelo y vino a caer aquí abajo en la tierra. Entonces, agrandó un poco el agujero por donde había pasado la flecha para buscarla, miró aquí abajo y quedó maravillado de la abundancia y variedad de cosas que estaba viendo.
Ese guarao tenía una mujer muy gruesa y próxima a dar a luz. Fue a ella y le dijo: yo voy a buscar mi flecha; dentro de cuatro días volveré. Dicho esto, tiró un mecate larguísimo por aquel agujero, se descolgó por él y llegó con felicidad a la tierra.
Después que buscó la flecha empezó a caminar de un lado para otro y encontró mucha abundancia y variedad de comida: pescado, yuruma y casabe. La yuruma era tan abundante, que alrededor de cada moriche había cantidad suficiente como para llenar un gran mapire.
El guarao, a pesar de que había tantos alimentos, comía muy mala comida; pues como no había fuego,  tenía que contentarse con asarla al sol, el cual era entonces muy ardoroso.
Como así no cocinaba bien, un día llamó al loro y le dijo: Vete a buscar un sapo, pícalo y tráeme fuego. Fue el loro, picó al sapo, pero nada consiguió. Por segunda vez mandó el indio al loro que sacase fuego del sapo; pero sólo pudo conseguir al picarlo quemarse un poco el pico.
Como nada conseguía, preguntóle el guarao: -¿Dónde está el sapo?
-Debajo de un moriche en el centro del morichal. 
Encaminóse hacia allá el indio, subióse al árbol, y al cortar un gran racimo, lo dejó caer sobre el sapo, el cual quedó con el golpe medio aplastado y empezó a despedir humo. Al poco rato, el sapo se fue poco a poco a la sombra de un árbol, que produce la fruta llamada ¨mugi¨. Subió el indio al árbol, cortó un racimo y al caer encima del sapo, este despidió un fuego tan grande y violento que abrasó toda la tierra.   
Ese fue el primer fuego que hubo en la tierra y de él proviene todo el que hay actualmente.Con este fuego pudo el indio cocinar a su gusto comida suficiente y muy sabrosa.
A los cuatro días se encaramó por el mecate y volvió a subir. Apenas llego, dijo a los otros indios: ¨Ine joaica jobaji yaqueraje miae¨.¨ Yo he visto allá abajo una tierra muy buena. Donde hay mucha y muy sabrosa comida. Vámonos allá¨.
Hicieron el agujero un poco mayor, echaron una cuerda muy fuerte y larguísima, una de cuyas puntas amarraron bien arriba y la otra tocaba en el suelo, y por ella se fueron descolgando indios e indias uno por uno.
Cuando habían ya descendido bastante número de guaraos, le tocó a la vez a la mujer del indio que vio primero la tierra; pero como estaba muy gruesa, al pasar por el agujero del cielo lo tapó y no podía salir ni para abajo ni para arriba. Como todavía quedaban más guaraos que tenían prisa por bajar, empezaron a darle pisotones, pero lo que hicieron fue  apretarla más, dejando el agujero definitivamente tapado. De tanta fuerza que hicieron sobre ella, le sacaron el intestino el cual quedó colgando del cielo, convertido en una estrella grande. Esa estrella grande es el lucero que se ve por la mañana.
Por eso, los indios, cuando ven esa estrella brillante por las mañanas, dicen: ¨Por allí bajaron los indios que la poblaron¨.
De esa manera, hubo indios y hubo fuego.  

 Granda: Cuento Pemon LAS ESTACIONES DEL AÑO 
Hace de esto muchísimo tiempo. Entonces, El Sol era un indio. Y por aquel tiempo los indios padecían por la falta de aliño y no tenían sal.
Entonces, el Sol envió a sus sobrinos y a su hermana, que se llamaba Aná, a buscar sal. Por tal razón se fueron hacia la región de los Cariaba.
Y el Sol se fue también hacia aquellas tierras para alumbrarlos mientras cogían sal. Pero sus sobrinos se cargaron de sal en demasía y no se volvió a saber de ellos.
Y entonces, la madre de ellos los lloraba por muertos. Pero el Sol le dijo a su hermana: “Ellos no están muertos”. Y dejó de calentar por allá y vino el frío y ellos se levantaron y se vinieron acá trayendo sal.
Después, el Sol envió a sus sobrinos a buscar escopetas, anzuelos, telas y demás hacia Ikén. Y el Sol también se fue hacia aquellas tierras.
Y la gente de aquellas tierras, cuando vieron al Sol, levantaban las cosas que fabricaban y le decían: “Chon, aquí tienes tu tela, tu escopeta, tus anzuelos”…
El Sol, después, se fue  hacia la tierra de los Nopuerikok, que fabricaban el casabe en gran cantidad. Y entonces, estos indios sacaban sobre sus casas el casabe y le decían: “Chon, aquí tienes tus tortas de casabe”.
Y después de esto, el Sol estaba siempre de pie sobre los indios.
Entonces, los  indios no tenían ni sebucanes. Prensaban la yuca en cortezas del árbol Tué. Y el Sol alumbró a los indios para que tejieran sus manares y toda clase de cestería.
De esta manera, anduvo el Sol viajando de una parte a otra.
Pero la culpa de que el Sol se estropeara la tuvo una mujer, que dijo: “Estando con ganas de dormir, siempre este dichoso Sol está alumbrándolo todo”. Entonces, el Sol se marchó, aunque volvió. Y entonces así sigue: viene y luego se marcha para que no le digan como aquella mujer.
Ahora, los indios decimos que por un tiempo, el Sol viaja hacia los campos de río Branco y entonces el Sol come mucha sal y cuajada y leche de vaca. Y durante ese tiempo el Sol tiene la cara limpia y el cielo está clarito y no hay nubes y no llueve y no hay tormentas.
Pero después el Sol sube hacia Ikén y entonces él pasa la noche con los indios Injarikok y se la pasa emborrachándose y bailando. Y entonces él se pone bravo y hay lluvias para que haya mucha yuca para la bebida, y hay rayos y truenos.
Cuando es el propio tiempo del Sol, las cigarras y otras varias parecidas, que son las novias del Sol, se la pasan cantándole.
Pero, cuando es el tiempo propio del aguacero y del Sol bravo, pasan hacia allá, hacia Ikén, las mariposas de varias clases, que son amigos del aguacero, a bailar allá.
Esto decimos ahora los indios.

Referencia Bibliográfica:
 BENTIVENGA DE NAPOLITANO, Carmela (2007).Leyendas Indígenas Venezolanas .Caracas: Editorial Biosfera  

martes, 13 de octubre de 2015

HOMBRES DE MAIZ FRAGMENTO DE GASPAR ILOM



Al sol le salió el pelo. El verano fue recibido en los dominios del cacique de Ilóm con miel de panal untada en las ramas de los árboles frutales, para que las frutas fueran dulces; tocoyales de siemprevivas en las cabezas de las mujeres, para que las mujeres fueran fecundas; y mapaches muertos colgados en las puertas de los ranchos, para que los hombres fueran viriles. Los brujos de las luciérnagas, descendientes de los grandes entre chocadores de pedernales, hicieron siembra de luces con chispas en el aire negro de la noche para que no faltaran estrellas guiadoras en el invierno. Los brujos de las luciérnagas con chispas de piedra de rayo. Los brujos de las luciérnagas, los que moraban en tiendas de piel de venada virgen. Luego se encendieron fogarones con quien conversar del calor que agostaría las tierras si venía pegando con la fuerza amarilla, de las garrapatas que enflaquecían el ganado, del chapulín que secaba la humedad del cielo, de las quebradas sin
agua, donde el barro se arruga año con año y pone cara de viejo. Alrededor de los fogarones, la noche se veía como un vuelo tupido de pajarillos de pecho negro y alas azules, los mismos que los guerreros llevaron como tributo al Lugar de la Abundancia, y hombres cruzados por cananas, las posaderas sobre los talones. Sin hablar, pensaban: la guerra en el verano es siempre más dura para los de la montaña que para los de la montada, pero en el otro invierno vendrá el desquite, y alimentaban la hoguera con espineras de grandes shutes, porque en el fuego de los guerreros, que es el fuego de la guerra, lloran hasta las espinas. Cerca de los fogarones otros hombres se escarbaban las uñas de los pies con sus machetes, la punta del machete en la uña endurecida como roca por el barro de las jornadas, y las mujeres se contaban los lunares, risa y risa, o contaban las estrellas.

La que más lunares tenía era la nana de Martín Ilóm, el recién parido hijo del cacique Gaspar Ilóm. La que más lunares y más piojos tenía. La Piojosa Grande, la nana de Martín Ilóm.
En su regazo de tortera caliente, en sus trapos finos de tan viejos, dormía su hijo como una cosa de barro nuevecita y bajo el coxpi, cofia de tejido ralo que le cubría la cabeza y la cara para que
no le hicieran mal ojo, se oía su alentar con ruido de agua que cae en tierra porosa.
Mujeres con niños y hombres con mujeres. Claridad y calor de los fogarones. Las mujeres lejos en la claridad y cerca en la sombra. Los hombres cerca en la claridad y lejos en la sombra.
Todos en el alboroto de las llamas, en el fuego de los guerreros, fuego de la guerra que hará llorar a las espinas. Así decían los indios más viejos, con el movimiento senil de sus cabezas bajo las avispas. O bien decían, sin perder su compás de viejos: Antes que la primera cuerda de maguey fuera trenzada se trenzaron el pelo las mujeres. O bien: Antes que hombre y mujer se entrelazaran por delante hubo los que se entrelazaron del otro lado de la faz. O: El Avilantaro arrancó los aretes de oro de las orejas de los señores. Los señores gimieron ante la brutalidad. Y le fueron dadas piedras preciosas al que arrancó los aretes de oro de las orejas de los señores. O: Eran atroces. Un hombre para una mujer, decían. Una mujer para un hombre, decían. Atroces. La bestia era mejor. La serpiente era mejor. El peor animal era mejor que el hombre que negaba su simiente a la que no era su mujer y se quedaba con su simiente a la temperatura de la vida que negaba.
Adolescentes con cara de bucul sin pintar jugaban entre los ancianos, entre las mujeres, entre los hombres, entre las fogatas, entre los brujos de las luciérnagas, entre los guerreros, entre las
cocineras que hundían los cucharones de jícara en las ollas de los puliques, de los sancochos, del caldo de gallina, de los pepianes, para colmar las escudillas de loza vidriada que les iban pasando y
pasando y pasando y pasando los invitados, sin confundir los pedidos que les hacían, si pepián, si caldo, si pulique. Las encargadas del chile colorado rociaban con sangre de chile huaque las escudillas de caldo leonado, en el que nadaban medios güisquiles espinudos, con cáscara, carne gorda, pacayas, papas deshaciéndose, y güicoyes en forma de conchas, y manojitos de ejotes, y trozaduras de ichintal, todo con su gracia de culantro, sal, ajo y tomate. También rociaban con chile colorado las escudillas de arroz y caldo de gallina, de siete gallinas, de nueve gallinas blancas. Las tamaleras, zambas de llevar fuego, sacaban los envoltorios de hoja de plátano amarrados con cibaque de los apastes aborbollantes y los abrían en un dos por tres. Las que servían los tamales abiertos, listos para comerse, sudaban como asoleadas de tanto recibir en la cara el vaho quemante de la masa de maíz cocido, del recado de vivísimo rojo y de sus carnes interiores, tropezones para los que en comenzando a comer el tamal, hasta chuparse los dedos y entrar en confianza con los vecinos, porque se come con los dedos. El convidado se familiariza alrededor de donde se comen los tamales, a tal punto que sin miramiento prueba el del compañero o pide la repetición, como los muy confianzudos de los guerrilleros del Gaspar que decían a las pasadoras, no sin alargar la mano para tocarles las carnes, manoseos que aquéllas rehuían o contestaban a chipotazos: ¡Treme otro, mija!… Tamales mayores, rojos y negros, los rojos salados, los negros de chumpipe, dulces y con almendras; y tamalitos acólitos en roquetes de tuza blanca, de bledos, choreques, lorocos, pitos o flor de ayote; y tamalitos con anís, y tamalitos de elote, como carne de muchachito de maíz sin endurecer. ¡Treme otro, mija!… Las mujeres comían unas como manzanarrosas de masa de maíz raleada con leche, tamalitos coloreados con grana y adornados con olor. ¡Treme otro, mija!…
Las cocineras se pasaban el envés de la mano por la frente para subirse el pelo. A veces le echaban mano a la mano para restregarse las narices moquientas de humo y tamal. Las encargadas de los asados le gozaban el primer olor a la cecina: carne de res seca compuesta con naranja agria, mucha sal y mucho sol, carne que en el fuego, como si reviviera la bestia, hacía contorsiones de animal que se quema. Otros ojos se comían otros platos. Güiras asadas. Yuca con queso. Rabo con salsa picante que por lo meloso del hueso parece miel de bolita. Fritangas con sudor de siete caldos. Los bebedores de chilate acababan con el guacal en que bebían como si se lo fueran a poner de máscara, para saborear así hasta el último poquito de puzunque salobre. En tazas de bola servían el atol shuco, ligeramente morado, ligeramente ácido. A eloatol sabía el atol de suero de queso y maíz, y a rapadura, el atol quebrantado. La manteca caliente ensayaba burbujas de lluvia en las torteras que se iban quedando sin la gloria de los plátanos fritos, servidos enteros y con aguamiel a mujeres que además cotorreaban por probar el arroz en leche con rajitas de canela, los jocotes en dulce y los coyoles en miel. La Vaca Manuela Machojón se levantó de la pila de ropas en que estaba sentada, usaba muchas naguas y muchos fustanes desde que bajó con su marido, el señor Tomás Machojón, a vivir a Pisigüilito, de donde habían subido a la fiesta del Gaspar. Se levantó para agradecer el convite a la Piojosa Grande que seguía con el hijo del Gaspar Ilóm en el regazo. La Vaca Manuela Machojón dobló la rodilla ligeramente y con la cabeza agachada dijo: —Debajo de mi sobaco te pondré, porque tienes blanco el corazón de tortolita. Te pondré en mi frente, por donde voló la golondrina de mi pensamiento, y no te mataré en la estera blanca de mi uña aunque te coja en la montaña negra de mi cabello, porque mi boca comió y oyó mi oreja agrados de tu compañía de
sombra y agua de estrella granicera, de palo de la vida que da color de sangre. Batido en jicaras que no se podían tener en los dedos, tan quemante era el líquido oloroso a pinol que contenían, agua con rosicler en vasos ordinarios, café en pocilio, chicha en batidor, aguardiente a guacalazos mantenían libres los gaznates para la conversación periquera y la comida.
La Vaca Manuela Machojón no repitió sus frases de agradecimiento. Como un pedazo de montaña, con su hijo entre los brazos, se perdió en lo oscuro la Piojosa Grande. —La Piojosa Grande se juyó con tu hijo… —corrió a decir la Vaca Manuela Machojón al Gaspar, que comía entre los brujos
de las luciérnagas, los que moraban en tiendas de piel de venada virgen y se alimentaban de tepezcuintíe. Y el que veía en la sombra mejor que gato de monte, tenía los ojos amarillos en la noche, se levantó, dejó la conversación delos brujos que era martillito de platero y… —Con licencia… —dijo al señor Tomás Machojón y a la Vaca Manuela Machojón, que habían subido a la fiesta con noticias de Pisigüilito. De un salto alcanzó a la Piojosa Grande. La Piojosa Grande le oyó saltar entre los árboles como su corazón entre sus trapos y caer frente a su camino de miel negra, con los dedos como flechas de punta para dar la muerte, viéndola con los ojos cerrados de cuyas junturas mal cosidas por las pestañas salían mariposas (no estaba muerto y los gusanos de sus lágrimas ya eran mariposas), habiéndola con su silencio, poseyéndola en un amor de diente y pitahaya. Él era su diente y ella su encía de pitahaya. La Piojosa Grande hizo el gesto de tomar el guacal que el Gaspar llevaba en las manos. Ya lo habían alcanzado los brujos de las luciérnagas y los guerrilleros. Pero sólo el gesto, porque en el aire detuvo los dedos dormidos al ver al cacique de Ilóm con la boca húmeda de aquel aguardiente infame, líquido con peso de plomo en el que se reflejaban dos raíces blancas, y echó a correr otra vez como agua que se despeña. El pavor apagó las palabras. Caras de hombres y mujeres temblaban como se sacuden las hojas de los árboles macheteados. Gaspar levantó la escopeta, se la añanzó en el hombro, apuntó certero y… no disparó. Una joroba a la espalda de su mujer. Su hijo. Algo así como un gusano enroscado a la espalda de la
Piojosa Grande. Al acercársele la Vaca Manuela Machojón a darle afectos recordó la Piojosa Grande que había soñado, despertó llorando como lloraba ahora que ya no podía despertar, que dos raíces blancas con movimiento de reflejos en el agua golpeada, penetraban de la tierra verde a la tierra negra, de la superficie del sol al fondo de un mundo oscuro. Bajo la tierra, en ese mundo
oscuro, un hombre asistía, al parecer, a un convite. No les vio la cara a los invitados. Rociaban ruido de espuelas, de látigos, de salivazos. Las dos raíces blancas teñían el líquido ambarino del guacal que tenía en las manos el hombre del festín subterráneo. El hombre no vio el reflejo de las raíces blancas y al beber su contenido palideció, gesticuló, tiró al suelo, pataleó, sintiendo que las tripas se le hacían pedazos, espumante la boca, morada la lengua, fijos los ojos, las uñas casi negras en los dedos amarillos de luna.
A la Piojosa Grande le faltaban carcañales para huir más aprisa, para quebrar los senderos más aprisa, los tallos de los senderos, los troncos de los caminos tendidos sobre la noche sin corazón que se iba tragando el lejano resplandor de los fogarones fiesteros, las voces de los convidados. El Gaspar Ilóm apareció con el alba después de beberse el río para apagarse la sed del veneno en las entrañas. Se lavó las tripas, se lavó la sangre, se deshizo de su muerte, se la sacó por la cabeza,
por los brazos igual que ropa sucia y la dejó ir en el río. Vomitaba, lloraba, escupía al nadar entre las piedras cabeza adentro, bajo del agua, cabeza afuera temerario, sollozante. Qué asco la muerte, su
muerte. El frío repugnante, la paralización del vientre, el cosquilleo en los tobillos, en las muñecas, tras las orejas, al lado de las narices, que forman terribles desfiladeros por donde corren
hacia los barrancos el sudor y el llanto. Vivo, alto, la cara de barro limón, el pelo de nige lustroso, los dientes de coco granudos, blancos, la camisa y calzón pegados al cuerpo, destilando mazorcas líquidas de lluvia lodosa, algas y hojas, apareció con el alba el Gaspar Ilóm, superior a la muerte,
superior al veneno, pero sus hombres habían sido sorprendidos y aniquilados por la montada. En el suave resplandor celeste de la madrugada, la luna dormilona, la luna de la desaparición con el conejo amarillo en la cara, el conejo padre de todos los conejos amarillos en la cara de la luna muerta, las montañas azafranadas, baño de trementina hacia los valles, y el lucero del alba, el Nixtamalero. Los maiceros entraban de nuevo a las montañas de Ilóm. Se oía el golpe de sus lenguas de hierro en los troncos de los árboles. Otros preparaban las quemas para la siembra, meñiques de una voluntad oscura que pugna, después de milenios, por libertar al cautivo del colibrí blanco, prisionero del hombre en la piedra y en el ojo del grano de maíz. Pero el cautivo puede escapar de las entrañas de la tierra, al calor y resplandor de las rozas y la guerra. Su cárcel es frágil y si escapa el fuego, ¿qué corazón de varón impávido luchará contra él, si hace huir a todos despavoridos?
El Gaspar, al verse perdido, se arrojó al río. El agua le dio la vida contra el veneno, le daría la muerte a la montada que disparó
sin hacer blanco. Después sólo se oyó el zumbar de los insectos.