viernes, 5 de abril de 2013


JOSE la O era hijo de María la O, vieja sirviente de los Falcón de Ribas. Esto es muy frecuente en los campos de mi país; muy frecuente y muy pintoresco. Sólo que el chico quedóse huérfano cuando aún se le permitía bañarse, desnudo y broncíneo, como un dios infantil de las selvas, en los estanques de la quinta donde nació y donde había muerto su madre. Aquella estancia de "Montelimar" que traza sus palizadas de limoneros hacia el río, hacía las vegas inmediatas, y colinda en un frente de muchas cuadras con la línea férrea, sobre la cual deja caer su arboleda, a fines de marzo, las primeras flores de la estación. Así el niño formaba, junto con los tritones de piedra de las pilas, airón de los surtidores y el orgullo decorativo de los pavorreales, parte esencial de la residencia —capricho de una mano pródiga, tan señoril, tan de otros
días— llena de exótico encanto en mitad del arrabal proí -inciano, que hablaba del pasado. Años hacía que los
propietarios no venían a pasarse allí el par de meses que
vilían . . . La mansión se abría sólo una vez a la semana
para la limpieza de las habitaciones, sacudir el polvo delos muebles enfundados y perseguir las telas de araña en
los cortinajes rojos del gran salón, donde José la O quedábase,
respetuoso, a la puerta, para no ensuciar las alfombras
con sus pies de trotasenderos manchados por el
lodo de las barrancas y la resina de los árboles a cuyos
copos trepaba.
La madre, moribunda, entregóselo a "musiú" Nicanor
su padrino, viejo isleño de lengua enrevesada* guardabosque,
jardinero y conserje de "Montelimar", que se
había -instalado definitivamente en una choce ja cercan?, a
manera de conserjería, con su escopeta, su haz de redes
y sus dos morrales, improvisando en la misma pieza con
tablas, cuerdas y un pedazo de alfombra un excelente
camastro para el ahijado.
Cuando salía de excursión a tirar "montañeras" o a
pescar con "atarraya" en los pozales, José la O marchaba
detrás gravemente, llevando las redes o el morral y un
silbido estridente en los carrillos siempre manchados de
fruta. Quedábase la criada de los vecinos, Carmelita, al
cuidado de la heredad, hasta que ellos casi de noche regresaban
hambrientos, mojados, con la sarta de "guabinas"
sin descamar y destripar para la fritanga, o bien con
los morrales repletos de palomas.
Días enteros, mientras "musiú" Nicanor limpiaba las
arboledas o escarbaba o poníase a fundar un nuevo jardinillo,
el granuja metíase montañuela adentro a alcanzar
pomarrosas, a cazar lagartos a pedradas o a zambullirse en
los pozos con la salvaje alegría de una pequeña divinidad
fluvial.
Aquel vivir entre los árboles, las hierbas y el lodo y
las aguas, comiendo de ellos, aspirando su vaho, integrado
a la enorme vida vegetal, habíale dado a su niñez una
especie de naturaleza silvestre, el alma espontánea del
río y la bravura montaraz de los bosques. Como los ani-

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