La hora menguada
Rómulo Gallegos
I
-¡Qué
horror! ¡Qué horror!
Clamaba
Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose
de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y pastoso aroma
de nardos y azucenas del mortuorio reciente.
-Ya
me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la
muerte de
Adolfo.
Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo es
posible que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada
por mi propia hermana, en mi propia casa!...
Amelia
la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus
ojos, que un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el
llanto y por el insomnio, seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída
persistencia del idiotismo. Parecía abrumada por el horror de su culpa; pero no
reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio que había caído
para siempre sobre su vida.
Atormentada
por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con implacable
saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más crueles confesiones
a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la sencillez de un niño,llegando
a un inquietante extremo de
exageración cuando Amelia le confesó que eramadre.
¡Ella,
que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el
colmo de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más
aún, con el despecho de su esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de
hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba: tener de qué avergonzarse!
Al
cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato, desesperadamente;
luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable estrago de su tormenta
interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:
-Bien.
Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los
demás. Nos iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la
cara esta vergüenza. Nos instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya
nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré a la comedia para salvarte a ti de
la deshonra... y...
Pero
no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme
yo de las burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no
podía faltar, para que fuese humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia
la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber
olvidado el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del
sacrificio que se le exigía.
Respondió
resignada:
-Bueno,
Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.
II
Confundiéndolas
en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres que se
veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
Era
un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente
de la del niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
-¡Mi
hijo! ¡Mi hijito!...
Decía
Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo
maternal que se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
-¡Muchacho!
¡Muchachito!
Exclamaba
Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando la verdad de su amor.
Y a
medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una
llevaba dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre
temerosa de que Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de
continuo en acecho de las extremosas ternuras de la hermana para superarlas con
las suyas. Por momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en
crisis de odio recíproco.
Acontecíales
muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada en
su habitación, para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se
sentaban en la mesa o, por las noches, se reunían en la sala en torno al niño
que charlaba copiosamente hasta caer rendido de sueño sobre el sofá, una y otra
lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía las veces de
intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre
la infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una
misma caricia; bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por
duros gestos de encono, dejaban escapar gruñidos que unas veces provocaban la
hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero
la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no tardaba
en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por el amor y roídos por el secreto. Bastaba que un
donaire del niño sacase a las bocas endurecidas por la pasión rencorosa, la
ternura de una sonrisa; mirábanse entonces largamente, hasta que se les humedecían
los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el sacrificio,
olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:
-¡Lo
qué debes sufrir tú!
-Tú
eres quien más sufre... y por mi culpa.
Eran
momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo
la forma de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos,
dándoles la momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus
existencias revelando cuanto de divino duerme en la entraña de la grosera
substancia humana; instantes de una intensa felicidad sin nombre que les
levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de santidad.
Y
eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos
relámpagos del ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello
aconteció, Gustavo Adolfo se quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras
transfiguradas, con un aire inexpresable.
III
Así
transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.
Mansa
y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas
dos mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del
sacrificio parecía haber consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y
del amor codicioso. Pero un día -él nunca pudo decir cuando ni por qué-, una
brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un sentimiento
inusitado y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese pasado ya por
su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.
De
allí en adelante aconteciole sentir esto muy a menudo, sobre todo cuando
viniendo de la calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta
visión inmaterial que llegó a adquirir la convicción de que toda su vida estaba
sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía precisar cuál fuese, a
pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido en él inequívocas
revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento, que no se ocupaba
de analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el zaguán, con el
oído contra la puerta, espiando el silencio interior, convencido de que algún
día terminaría por oír la palabra que descorriese el velo de su inquietante
misterio.
Y la
escuchó por fin.
A
tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a Amelia:
-Y
si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque
Gustavo Adolfo no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa.
Me traicionaste, me quitaste el amor de mi marido...
-Pero
te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me
debes la mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a
costa mía...
-¡Traidora!...
Mala mujer...
-¡Estéril!...
IV
Han
pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha
abandonado... Se revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su
misterio y no volvió
más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa, abierto
el portón durante las noches... ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto...
Todavía
lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos
hacia el silencio del zaguán... y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus
dormitorios que daban al patio en una espera anhelosa... luego se metían de
nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La
vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de sacrificio,
dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le
cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así comenzó
aquella disputa vulgar y estúpida en la cual se fueron enardeciendo hasta
concluir sacándose a las caras las mutuas vergüenzas; y así terminó para ellas,
de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al hijo común, y la
santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían el sacrificio
que cada una había hecho y se encontraban buenas. Ahora las atormentaba la
soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con el inútil pensamiento:
-¿Por
qué se me ocurrió decir aquello?
-¡Dios
mío! ¿Por qué no me quitaste el habla?
-¡Y
todo por una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió
pronunciar!
-¡La
hora menguada!...
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