Hola acá están tres cuentos el primero para el joven Villamizar, el segundo para Castellanos y el tercero para Velazquez Andru
1. LAS MOSCAS
(Cuento)
Horacio Quiroga
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año
anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el
suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el
incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo
largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro
meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace
siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en
él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna
vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un
raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el
árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el
zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece
defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a
remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante
mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la
instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado
a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como
reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La
única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en
silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que
denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y
negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de
observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya
vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por
ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su
situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad
resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella
ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida
y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo
residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora
sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en
seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas
sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra
corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo
ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en
convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan
a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más
prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no
ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes
de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden,
seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista,
pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca.
Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a
precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el
corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho
sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el
ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de
que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio
módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el
botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación.
¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han
acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas
han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han
olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres
inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de
la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa,
midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar
a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más
lucrativo
.Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir
se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidad. No me siento ya un punto
fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de
mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la
fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a
este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de
remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin
parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de
esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de
partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el
tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de
renovación vital.
2. LA NOCHE DE LOS FEOS
(cuento)
Mario Benedetti
Ambos
somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde
los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la
boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco
puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación
por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de
ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que
sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.
Nos
conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos
hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a
dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos,
vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y
yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos
miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que
me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura,
que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante,
sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin
entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios,
su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante
una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y
la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi
animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el
rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no
puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué
suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el
ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una
costura en la frente.
La
esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando
se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que
charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La
confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de
asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa
curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro
corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi
adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos,
tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente
su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a
uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos
sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para
sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué
está pensando?”, pregunté.
Ella
guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un
lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos
largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo
estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la
sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí
tirarme a fondo.
“Usted
se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”,
dijo, todavía mirándome.
“Usted
admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan
equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es
inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por
primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo
también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo.”
“¿Algo
cómo qué?”
“Como
querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”
Ella
frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame
no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La
posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.
¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene
que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se
sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo
solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó
la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”,
dijo.
No sólo
apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba.
Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no
veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me
transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus
manos también me vieron.
En ese
instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que
yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No
éramos eso. No éramos eso.
Tuve que
recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió
lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta,
convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco
temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus
lágrimas.
Entonces,
cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó
el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos
hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina
doble.
3. A LA DERIVA
Horacio Quiroga
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que,
arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la
amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el
machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y
durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos
violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo
con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de
pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos,
habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la
pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed
quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie
entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a
su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo
devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos.
Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno
tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con
lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba
como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban
ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear
más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo
mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su
canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí
la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo
llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio
del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras
un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía
el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo
que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho
tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el
hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero
a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la
cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo,
la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas
de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los
costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado
se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo,
y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la
canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque
no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para
reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No
sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona
en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al
recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro,
y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida,
el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes
efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y
en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a
ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en
ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que
había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto.
¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
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