Rescate de Héctor.
Disolvióse
la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves, tomaron la cena
y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero
querido, sin que el sueño, que todo to rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas
acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo,
lo que de mancomún con él había llevado al cabo y las penalidades que ambos
habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcando las temibles
ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado,
ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba inquieto por la
orilla del mar. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la aurora sobre el
mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al
mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al túmulo del
difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el
cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después
de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para
que Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
De tal
manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo,
compadecíanse los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a
que hurtase el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a
Posidón y a la virgen de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada
Ilio, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro había inferido a las
diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido
funesta liviandad. Cuando, después de la muerte de Héctor, llegó la duodécima
aurora, Febo Apolo dijo a los ínmortales:
Sois,
oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor
muslos de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis
a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo,
de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y
le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al
pernicioso Aquiles, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su
pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que, dejándose
llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los
hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió Aquiles la piedad y ni
siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquél a
quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa
de llorar y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente.
Mas Aquiles, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver
al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni
a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque
sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible
tierra.
Respondióle
irritada Hera, la de los níveos brazos:
Sería
como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los
tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer;
mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y
casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los
dioses presenciasteis la boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás tuviste
parte en el festín; ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!
Replicó
Zeus, el que amontona las nubes:
¡Hera!
No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en que los
tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de
cuantos mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables
ofrendas, jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son
los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz
Héctor: es imposible que se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y
de día, le acompaña su madre. Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para
que se me acercara, yo le diría a ésta lo que fuere oportuno para que Aquiles,
recibiendo los dones de Príamo, restituyera el cadáver.
Así se
expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje; saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el
estrecho. La diosa se lanzó a lo prófundo, como desciende el plomo asido al
cuerno de un buey montaraz que lleva la muerte a los voraces peces. En la
profunda gruta halló a Tetis y a otras muchas diosas marinas que la rodeaban:
la ninfa lloraba, en medio de ellas, la suerte de su hijo irreprensible, que
había de perecer en la fértil Troya, lejos de la patria. Y, acercándosele Iris,
la de los pies ligeros, así le dijo:
Ven,
Tetis, pues to llama Zeus, el conocedor de los eternales decretos.
Respondióle
la diosa Tetis, de argénteos pies:
¿Por
qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los
inmortales, pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no
obstante, iré para que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.
En diciendo
esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no había otro que
fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies rápidos
como el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades.
Salieron éstas a la playa, ascendieron al cielo y hallaron al largovidente
Cronida con los demás felices sempiternos dioses congregados en torno suyo.
Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque Atenea le cedió el sitio, y Hera púsole
en la mano una copa de oro y la consoló con palabras. Tetis devolvió la copa
después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de los dioses comenzó a
hablar de esta manera:
Vienes
al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por vehemente
pesar. Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué to he llamado. Hace
nueve días qúe se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver
de Héctor, y de Aquiles, asolador de ciudades, a instigaban al vigilante
Argicida a que hurtase el muerto, pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de
devolverlo, y conservar así tu respeto y amistad. Ve en seguida al ejército y
amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy irritados contra él y yo más
indignado que ninguno de los inmortales, porque enfureciéndose retiene a Héctor
en las corvas naves y no permite que lo rediman; por si, temiéndome, consiente
que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al magnánimo Príamo para
que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a Aquiles dones
que aplaquen su enojo.
Así se
expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía
sin cesar, y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida,
habiendo inmolado dentro de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda
madre se sentó muy cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos
términos.
¡Hijo
mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin
acordarte ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una
mujer, pues ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te
avecinan. Y ahora préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice
que los dioses están muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de
los inmortales, porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y
no permites que lo rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.
Respondióle
Aquiles, el de los pies ligeros:
Sea
así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo el
mismo Olímpico lo ha dispuesto.
De este
modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas
palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada Ilio:
¡Anda,
ve, rápida Iris! Deja to asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al magnánimo
Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a
Aquiles dones que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le
junte, y acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el
carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a
quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno
conturbe su ánimo, pues le daremos por guía el Argicida, el cual le llevará
hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe, éste
no to matará, a impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquiles no es insensato,
ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.
Así
dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje; y, en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los
hijos, sentados en el patio alrededor del padre, bañaban sus vestidos con
lágrimas, y el anciano aparecía en medio, envuelto en un manto muy ceñido, y
tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol que al revolcarse por el
suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se lamentaban en el
palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la llanura por
haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus
cerca de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba
los miembros, así le dijo:
Cobra
ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte males,
sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando
lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar
al divino Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin
que ningún troyano se te junte, acompañado de un heraldo más viejo que tú, para
que guíe los mulos y el carro de hermosas ruedas, y conduzca luego a la
población el cadáver de aquél a quien mató el divino Aquiles. Ni la idea de la
muerte ni otro temor alguno conturbe tu ánimo, pues tendrás por guía el
Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando hayas entrado
en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo hagan.
Pues Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado
de respetar a un suplicante.
Cuando
esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus hijos
que prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y
la sujetaran con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro,
tenía elevado techo y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa
Hécuba, hablóle en estos términos:
¡Oh
infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme que
vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que
aplaquen su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi
corazón me instigan vivamente a ir allá, a las naves, al campamento vasto de
los aqueos.
Así
dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió diciendo:
¡Ay de
mí! ¿Qué es de la prudencia que antes to hizo célebre entre los extranjeros y
entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los
aqueos y presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan
valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido
llega a verte con sus propios ojos y te coge, ni se apiadará de ti, ni te
respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde lejos, sentados en el
palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de esta suerte el
estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros,
lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo
comer hincándole los dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha
hecho a mi hijo; que éste, cuando aquél lo mató, no se portaba cobardemente,
sino que a pie firme defendía a los troyanos y a las troyanas de profundo seno,
no pensando ni en huir ni en evitar el combate.
Contestó
el anciano Príamo, semejante a un dios:
No te
opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No me
persuadirás. Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque
fuera adivino, arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún
más; pero ahora, como yo mismo he oído a la diosa y la he visto delante de mí,
iré y no serán ineficaces sus palabras. Y si mi destino es morir en las naves
de los aqueos, de broncíneas corazas, lo acepto: máteme Aquiles tan luego como
abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
Dijo,
y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos,
doce mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas
túnicas. Pesó luego diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes
relucientes, cuatro calderas y una magnífica copa que los tracios le dieron
cuando fue, como embajador, a su país, y era un soberbio regalo; pues el
anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente deseo que tenía de
rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los troyanos,
increpándolos con injuriosas palabras:
¡Idos
ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra casa,
que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me
envía, con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros.
Muerto él, será mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con
estos ojos vea la ciudad tomada y destruida, descienda yo a la mansión de
Hades.
Dijo, y
con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el anciano. Y en
seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón,
Antífono, Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a
los nueve los increpó y les dio órdenes, diciendo:
¡Daos
prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto todos
en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos
en la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a
Troilo, que combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y
no parecía hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y
restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados únicamente en
los coros y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero ¿no me
prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para que
emprendamos el camino?
Así
dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas, de
hermosas ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que
ataron bien; descolgaron del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de
anillos, y tomaron una correa de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron
después el yugo sobre la parte anterior de la lanza, metieron el anillo en su
clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con la correa, a la cual hicieron dar
tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un nudo. Luego fueron sacando
de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los innumerables dones para
el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes cascos, que en
otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido presente, y
acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de
comer en pulimentado pesebre.
Mientras
el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto palacio,
acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro,
llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y,
deteniéndose delante del carro, dijo a Príamo:
Toma,
haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento de
los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi
deseo. Ruega, pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo
alto contempla a Troya entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz
mensajera, el ave que le es más querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en
viéndola con tus propios ojos, vayas, alentado por el agüero, a las naves de
los dánaos, de rápidos corceles. Y si el largovidente Zeus no te enviase su
mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los argivos por mucho
que lo desees.
Respondióle
Príamo, semejante a un dios:
¡Oh
mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las manos a
Zeus, para que de nosotros se apiade.
Dijo
así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a las
manos. Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se
hubo lavado, recibió la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del
patio; libó el vino, alzando los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:
¡Padre
Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al llegar a
la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a mi
derecha tu veloz mensajera, el ave que te es más querida y cuya fuerza es
inmensa, para que después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el
agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles.
Así
dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves
agoreras, un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta anchura suele
tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien adaptada
al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde
el uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de
la ciudad. Al verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus pechos.
El
anciano subió presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo
y el pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro
ruedas, y eran gobernadas por el prudente Ideo; seguían los caballos que el
viejo aguijaba con el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y
todos los amigos acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a
la muerte caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y
yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y el heraldo la Ilanura, no
dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se compadeció de
él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló diciendo:
¡Hermes!
Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del que
quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que
ningún dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del
Pelida.
Así
habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los
áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la
rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos
quiere o despierta a los que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso
Argicida emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al Helesponto, y echó a
andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y
está graciosísimo en la flor de la juventud.
Cuando
Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilo, detuvieron las
mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche
sobre la tierra. Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a
él, y hablando a Príamo dijo:
Atiende,
Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un hombre y
me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o
supliquémosle, abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de nosotros.
Así
dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el pelo
en los flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se
llegó al viejo, tomóle por la mano y le interrogó diciendo:
¿Adónde,
padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina, mientras
duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los
cuales te son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de
ellos te viera conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué
resolución tomarías? Tú no eres joven, éste que te acompaña es también anciano,
y no podríais rechazar a quien os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño
y, además, te defendería de cualquier hombre, porque te encuentro semejante a
mi querido padre.
Respondióle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
Así es,
como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí, cuando
me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que
tienes cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de
padres felices.
Díjole
a su vez el mensajero Argicida:
Sí,
anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con
sinceridad: ¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de
ponerlas en cobro; o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por
haber muerto el varón más fuerte, tu hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en
el combate?
Contestóle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
¿Quién
eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con tanta
oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?
Replicó
el mensajero Argicida:
Me
quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas veces
le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y
también cuando llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo
bronce. Nosotros le admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado
contra el Atrida y no nos dejaba pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con
quien vine en la misma nave bien construida; desciendo de mirmidones y tengo
por padre a Políctor, que es rico y anciano como tú. Soy el más joven de sus
siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte, tocóme a mí acompañar al héroe.
Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque mañana los aqueos, de ojos
vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de estar
ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en
combate.
Respondióle
el anciano Príamo, semejante a un dios:
Si eres
servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca
de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?... CONTINUA
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