El dueño
del fuego
Cerca de donde nace el Orinoco vivía el Rey de los
caimanes llamado Babá. Su esposa era una rana grandota y juntos, tenían un gran
secreto ignorado por los demás animales y los hombres.
Estaba guardado en la garganta del caimán Babá. La
pareja se metía en una cueva y amenazaban con la pérdida de la vida a quien
osara entrar, pues decían que dentro había un dios que todo lo devora y sólo
ellos, reyes del agua, podían pasar. Un día la perdiz, apurada en hacer su
nido, entró distraída en la cueva.
Buscando pajuelas encontró hojas y orugas
chamuscadas, como si el fuego del cielo hubiera estado por ahí. Probó las
orugas tostadas y le supieron mejor que cuando las comía crudas. Se fue aleteando
a ras del suelo para contarle todo a Tucusito, el colibrí de plumas rojas. Al
rato llegó el Pájaro Bobo y entre los tres urdieron un plan para averiguar cómo
hacían la rana y el caimán para cocer tan ricas orugas. Bobo se escondió dentro
de la caverna aprovechando su oscuro plumaje. La rana soltó las orugas que
traía en la boca al tiempo que Babá abría la suya, que era tremenda, dejando
salir unas lenguas rojas y brillantes. La pareja comía las orugas sin
percatarse de Bobo, tras lo cual, se durmieron satisfechos. Entonces, Bobo
salió corriendo para contarles a sus amigos lo que había visto. Al día
siguiente se pusieron a maquinar cómo arrebatarle el fuego al caimán sin quemarse
ni ser la comida de los reyes del agua. Tendría que ser cuando éste abriera la
tarasca para reír.
En la tarde, cuando todos los animales estaban
bebiendo y charlando junto al río, Bobo y la perdiz colorada hicieron piruetas haciendo
reír a todos, menos a Babá. Bobo tomó una pelota de barro y la aventó dentro de
la boca de la rana, que de la risa pasó al atoro. En el momento que el caimán
vio los apuros que pasaba la rana, soltó la carcajada. Tucusito, que observaba
desde el aire, se lanzó en picada, robando el fuego con la punta de las alas.
Elevándose, rozó las ramas secas de un enorme árbol
que ardió de inmediato. El Rey caimán exclamó que si bien se habían robado el
fuego, otros lo aprovecharían y los otros animales arderían, pero Babá y la
rana vivirían como inmortales donde nace el gran río. Dicho esto, se
sumergieron en el agua y desaparecieron para siempre. Las tres aves celebraron
el robo del fuego, pero ningún animal supo aprovecharlo. Los hombres que vivían
junto al Orinoco se apoderaron de las brasas que ardieron durante muchos días
en la sequedad del bosque, aprendieron a cocinar los alimentos y a conversar
durante las noches alrededor de las fogatas. Tucusito, el pájaro Bobo y la
perdiz colorada se convirtieron en sus animales protectores por haberles
regalado el don del fuego.
Autor: Anónimo
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