Un
domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto.
La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo
subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con
galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un
varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un
Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los
ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la
estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su
vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado
con amor.
-Es
todo un antropófago -dijo-. Se llamará Rodrigo.
-No
-la contradijo su marido-. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después
de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el
ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara.
Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que
el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de
cerdo.
No
se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar,
ni recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de
tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podía cortarse
cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar
en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible.
Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza,
pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas,
ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado
Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no
estaba hecha para morirse contra la voluntad, y se reventaba de risa con los
recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a
Aureliano
lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran
borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes
llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles
en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era
insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de
veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal
se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se
le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
Aureliano
no comprendió hasta entonces... Puso al niño en la canastilla que su madre le
había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por
el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado… se abrió de
brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó
con toda su alma: -¡Los amigos son unos hijos de puta!
Al
amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de
su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño. No lo encontró en la
canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo
que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero
el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al
llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el
corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al
comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las
sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño
en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de
que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le
proporcionó una pausa de sosiego para pensar.
Herido
por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez
de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia
del aire en el radiante amanecer de febrero. Y entonces vio al niño. Era un
pellejo hinchado y reseco que todas las hormigas del mundo iban arrastrando
trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín.
Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino
porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de
Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo
y el espacio de los hombres: El primero de lo estirpe está amarrado en un
árbol y al último se lo están comiendo las hormigas.
Aureliano
no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus
muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas
sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino. Los
encontró intactos, entre las plantas
Era
la historia de la familia escrita por Melquíades hasta en sus detalles más
triviales, con cien años de anticipación.
La
había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los
versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con
claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a
vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en
que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los
hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos
coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz
alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo
escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y
encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba
subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos
que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia,
sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por
conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento,
tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios
antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No
lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios
de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad
a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría
feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia,
y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las
mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su
lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que
no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica
arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la
galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que
Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había
asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos
más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de
poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y
escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano
saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y
empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que
lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de
los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado Entonces dio
otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias
de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido
que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los
espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la
memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar
los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y
para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían
una segunda oportunidad sobre la tierra.
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