Hacia finales del siglo
XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un
riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de
este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para
hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y
exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.
Él creía que eso de hablar
francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por
capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar
en castellano.
Al parecer, aquel hombre
era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que
demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes
española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha
muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de
español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.
Luis, muy expedito, llamó
por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha
inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por
teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que
reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de
los españoles.
Autor Pío Baroja: Fragmento de La caja
de música.
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