martes, 13 de octubre de 2015
HOMBRES DE MAIZ FRAGMENTO DE GASPAR ILOM
Al sol le salió el pelo. El verano fue recibido en los dominios del cacique de Ilóm con miel de panal untada en las ramas de los árboles frutales, para que las frutas fueran dulces; tocoyales de siemprevivas en las cabezas de las mujeres, para que las mujeres fueran fecundas; y mapaches muertos colgados en las puertas de los ranchos, para que los hombres fueran viriles. Los brujos de las luciérnagas, descendientes de los grandes entre chocadores de pedernales, hicieron siembra de luces con chispas en el aire negro de la noche para que no faltaran estrellas guiadoras en el invierno. Los brujos de las luciérnagas con chispas de piedra de rayo. Los brujos de las luciérnagas, los que moraban en tiendas de piel de venada virgen. Luego se encendieron fogarones con quien conversar del calor que agostaría las tierras si venía pegando con la fuerza amarilla, de las garrapatas que enflaquecían el ganado, del chapulín que secaba la humedad del cielo, de las quebradas sin
agua, donde el barro se arruga año con año y pone cara de viejo. Alrededor de los fogarones, la noche se veía como un vuelo tupido de pajarillos de pecho negro y alas azules, los mismos que los guerreros llevaron como tributo al Lugar de la Abundancia, y hombres cruzados por cananas, las posaderas sobre los talones. Sin hablar, pensaban: la guerra en el verano es siempre más dura para los de la montaña que para los de la montada, pero en el otro invierno vendrá el desquite, y alimentaban la hoguera con espineras de grandes shutes, porque en el fuego de los guerreros, que es el fuego de la guerra, lloran hasta las espinas. Cerca de los fogarones otros hombres se escarbaban las uñas de los pies con sus machetes, la punta del machete en la uña endurecida como roca por el barro de las jornadas, y las mujeres se contaban los lunares, risa y risa, o contaban las estrellas.
La que más lunares tenía era la nana de Martín Ilóm, el recién parido hijo del cacique Gaspar Ilóm. La que más lunares y más piojos tenía. La Piojosa Grande, la nana de Martín Ilóm.
En su regazo de tortera caliente, en sus trapos finos de tan viejos, dormía su hijo como una cosa de barro nuevecita y bajo el coxpi, cofia de tejido ralo que le cubría la cabeza y la cara para que
no le hicieran mal ojo, se oía su alentar con ruido de agua que cae en tierra porosa.
Mujeres con niños y hombres con mujeres. Claridad y calor de los fogarones. Las mujeres lejos en la claridad y cerca en la sombra. Los hombres cerca en la claridad y lejos en la sombra.
Todos en el alboroto de las llamas, en el fuego de los guerreros, fuego de la guerra que hará llorar a las espinas. Así decían los indios más viejos, con el movimiento senil de sus cabezas bajo las avispas. O bien decían, sin perder su compás de viejos: Antes que la primera cuerda de maguey fuera trenzada se trenzaron el pelo las mujeres. O bien: Antes que hombre y mujer se entrelazaran por delante hubo los que se entrelazaron del otro lado de la faz. O: El Avilantaro arrancó los aretes de oro de las orejas de los señores. Los señores gimieron ante la brutalidad. Y le fueron dadas piedras preciosas al que arrancó los aretes de oro de las orejas de los señores. O: Eran atroces. Un hombre para una mujer, decían. Una mujer para un hombre, decían. Atroces. La bestia era mejor. La serpiente era mejor. El peor animal era mejor que el hombre que negaba su simiente a la que no era su mujer y se quedaba con su simiente a la temperatura de la vida que negaba.
Adolescentes con cara de bucul sin pintar jugaban entre los ancianos, entre las mujeres, entre los hombres, entre las fogatas, entre los brujos de las luciérnagas, entre los guerreros, entre las
cocineras que hundían los cucharones de jícara en las ollas de los puliques, de los sancochos, del caldo de gallina, de los pepianes, para colmar las escudillas de loza vidriada que les iban pasando y
pasando y pasando y pasando los invitados, sin confundir los pedidos que les hacían, si pepián, si caldo, si pulique. Las encargadas del chile colorado rociaban con sangre de chile huaque las escudillas de caldo leonado, en el que nadaban medios güisquiles espinudos, con cáscara, carne gorda, pacayas, papas deshaciéndose, y güicoyes en forma de conchas, y manojitos de ejotes, y trozaduras de ichintal, todo con su gracia de culantro, sal, ajo y tomate. También rociaban con chile colorado las escudillas de arroz y caldo de gallina, de siete gallinas, de nueve gallinas blancas. Las tamaleras, zambas de llevar fuego, sacaban los envoltorios de hoja de plátano amarrados con cibaque de los apastes aborbollantes y los abrían en un dos por tres. Las que servían los tamales abiertos, listos para comerse, sudaban como asoleadas de tanto recibir en la cara el vaho quemante de la masa de maíz cocido, del recado de vivísimo rojo y de sus carnes interiores, tropezones para los que en comenzando a comer el tamal, hasta chuparse los dedos y entrar en confianza con los vecinos, porque se come con los dedos. El convidado se familiariza alrededor de donde se comen los tamales, a tal punto que sin miramiento prueba el del compañero o pide la repetición, como los muy confianzudos de los guerrilleros del Gaspar que decían a las pasadoras, no sin alargar la mano para tocarles las carnes, manoseos que aquéllas rehuían o contestaban a chipotazos: ¡Treme otro, mija!… Tamales mayores, rojos y negros, los rojos salados, los negros de chumpipe, dulces y con almendras; y tamalitos acólitos en roquetes de tuza blanca, de bledos, choreques, lorocos, pitos o flor de ayote; y tamalitos con anís, y tamalitos de elote, como carne de muchachito de maíz sin endurecer. ¡Treme otro, mija!… Las mujeres comían unas como manzanarrosas de masa de maíz raleada con leche, tamalitos coloreados con grana y adornados con olor. ¡Treme otro, mija!…
Las cocineras se pasaban el envés de la mano por la frente para subirse el pelo. A veces le echaban mano a la mano para restregarse las narices moquientas de humo y tamal. Las encargadas de los asados le gozaban el primer olor a la cecina: carne de res seca compuesta con naranja agria, mucha sal y mucho sol, carne que en el fuego, como si reviviera la bestia, hacía contorsiones de animal que se quema. Otros ojos se comían otros platos. Güiras asadas. Yuca con queso. Rabo con salsa picante que por lo meloso del hueso parece miel de bolita. Fritangas con sudor de siete caldos. Los bebedores de chilate acababan con el guacal en que bebían como si se lo fueran a poner de máscara, para saborear así hasta el último poquito de puzunque salobre. En tazas de bola servían el atol shuco, ligeramente morado, ligeramente ácido. A eloatol sabía el atol de suero de queso y maíz, y a rapadura, el atol quebrantado. La manteca caliente ensayaba burbujas de lluvia en las torteras que se iban quedando sin la gloria de los plátanos fritos, servidos enteros y con aguamiel a mujeres que además cotorreaban por probar el arroz en leche con rajitas de canela, los jocotes en dulce y los coyoles en miel. La Vaca Manuela Machojón se levantó de la pila de ropas en que estaba sentada, usaba muchas naguas y muchos fustanes desde que bajó con su marido, el señor Tomás Machojón, a vivir a Pisigüilito, de donde habían subido a la fiesta del Gaspar. Se levantó para agradecer el convite a la Piojosa Grande que seguía con el hijo del Gaspar Ilóm en el regazo. La Vaca Manuela Machojón dobló la rodilla ligeramente y con la cabeza agachada dijo: —Debajo de mi sobaco te pondré, porque tienes blanco el corazón de tortolita. Te pondré en mi frente, por donde voló la golondrina de mi pensamiento, y no te mataré en la estera blanca de mi uña aunque te coja en la montaña negra de mi cabello, porque mi boca comió y oyó mi oreja agrados de tu compañía de
sombra y agua de estrella granicera, de palo de la vida que da color de sangre. Batido en jicaras que no se podían tener en los dedos, tan quemante era el líquido oloroso a pinol que contenían, agua con rosicler en vasos ordinarios, café en pocilio, chicha en batidor, aguardiente a guacalazos mantenían libres los gaznates para la conversación periquera y la comida.
La Vaca Manuela Machojón no repitió sus frases de agradecimiento. Como un pedazo de montaña, con su hijo entre los brazos, se perdió en lo oscuro la Piojosa Grande. —La Piojosa Grande se juyó con tu hijo… —corrió a decir la Vaca Manuela Machojón al Gaspar, que comía entre los brujos
de las luciérnagas, los que moraban en tiendas de piel de venada virgen y se alimentaban de tepezcuintíe. Y el que veía en la sombra mejor que gato de monte, tenía los ojos amarillos en la noche, se levantó, dejó la conversación delos brujos que era martillito de platero y… —Con licencia… —dijo al señor Tomás Machojón y a la Vaca Manuela Machojón, que habían subido a la fiesta con noticias de Pisigüilito. De un salto alcanzó a la Piojosa Grande. La Piojosa Grande le oyó saltar entre los árboles como su corazón entre sus trapos y caer frente a su camino de miel negra, con los dedos como flechas de punta para dar la muerte, viéndola con los ojos cerrados de cuyas junturas mal cosidas por las pestañas salían mariposas (no estaba muerto y los gusanos de sus lágrimas ya eran mariposas), habiéndola con su silencio, poseyéndola en un amor de diente y pitahaya. Él era su diente y ella su encía de pitahaya. La Piojosa Grande hizo el gesto de tomar el guacal que el Gaspar llevaba en las manos. Ya lo habían alcanzado los brujos de las luciérnagas y los guerrilleros. Pero sólo el gesto, porque en el aire detuvo los dedos dormidos al ver al cacique de Ilóm con la boca húmeda de aquel aguardiente infame, líquido con peso de plomo en el que se reflejaban dos raíces blancas, y echó a correr otra vez como agua que se despeña. El pavor apagó las palabras. Caras de hombres y mujeres temblaban como se sacuden las hojas de los árboles macheteados. Gaspar levantó la escopeta, se la añanzó en el hombro, apuntó certero y… no disparó. Una joroba a la espalda de su mujer. Su hijo. Algo así como un gusano enroscado a la espalda de la
Piojosa Grande. Al acercársele la Vaca Manuela Machojón a darle afectos recordó la Piojosa Grande que había soñado, despertó llorando como lloraba ahora que ya no podía despertar, que dos raíces blancas con movimiento de reflejos en el agua golpeada, penetraban de la tierra verde a la tierra negra, de la superficie del sol al fondo de un mundo oscuro. Bajo la tierra, en ese mundo
oscuro, un hombre asistía, al parecer, a un convite. No les vio la cara a los invitados. Rociaban ruido de espuelas, de látigos, de salivazos. Las dos raíces blancas teñían el líquido ambarino del guacal que tenía en las manos el hombre del festín subterráneo. El hombre no vio el reflejo de las raíces blancas y al beber su contenido palideció, gesticuló, tiró al suelo, pataleó, sintiendo que las tripas se le hacían pedazos, espumante la boca, morada la lengua, fijos los ojos, las uñas casi negras en los dedos amarillos de luna.
A la Piojosa Grande le faltaban carcañales para huir más aprisa, para quebrar los senderos más aprisa, los tallos de los senderos, los troncos de los caminos tendidos sobre la noche sin corazón que se iba tragando el lejano resplandor de los fogarones fiesteros, las voces de los convidados. El Gaspar Ilóm apareció con el alba después de beberse el río para apagarse la sed del veneno en las entrañas. Se lavó las tripas, se lavó la sangre, se deshizo de su muerte, se la sacó por la cabeza,
por los brazos igual que ropa sucia y la dejó ir en el río. Vomitaba, lloraba, escupía al nadar entre las piedras cabeza adentro, bajo del agua, cabeza afuera temerario, sollozante. Qué asco la muerte, su
muerte. El frío repugnante, la paralización del vientre, el cosquilleo en los tobillos, en las muñecas, tras las orejas, al lado de las narices, que forman terribles desfiladeros por donde corren
hacia los barrancos el sudor y el llanto. Vivo, alto, la cara de barro limón, el pelo de nige lustroso, los dientes de coco granudos, blancos, la camisa y calzón pegados al cuerpo, destilando mazorcas líquidas de lluvia lodosa, algas y hojas, apareció con el alba el Gaspar Ilóm, superior a la muerte,
superior al veneno, pero sus hombres habían sido sorprendidos y aniquilados por la montada. En el suave resplandor celeste de la madrugada, la luna dormilona, la luna de la desaparición con el conejo amarillo en la cara, el conejo padre de todos los conejos amarillos en la cara de la luna muerta, las montañas azafranadas, baño de trementina hacia los valles, y el lucero del alba, el Nixtamalero. Los maiceros entraban de nuevo a las montañas de Ilóm. Se oía el golpe de sus lenguas de hierro en los troncos de los árboles. Otros preparaban las quemas para la siembra, meñiques de una voluntad oscura que pugna, después de milenios, por libertar al cautivo del colibrí blanco, prisionero del hombre en la piedra y en el ojo del grano de maíz. Pero el cautivo puede escapar de las entrañas de la tierra, al calor y resplandor de las rozas y la guerra. Su cárcel es frágil y si escapa el fuego, ¿qué corazón de varón impávido luchará contra él, si hace huir a todos despavoridos?
El Gaspar, al verse perdido, se arrojó al río. El agua le dio la vida contra el veneno, le daría la muerte a la montada que disparó
sin hacer blanco. Después sólo se oyó el zumbar de los insectos.
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Buenas Noches chicos, acá esta el fragmento-que necesitan para la evaluación del tema 1....
ResponderEliminarProfe, hay que imprimir todo eso?
ResponderEliminarpuedes imprimir o copiar en tu cuaderno, si decides imprimir edita el tamaño de la letra para que no te salgan tantas hojas
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
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