domingo, 20 de noviembre de 2016

Fragmento de Cien años de soledad



Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas. Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encontró a José Arcadio.
Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del transporte, sino corno un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. "Ahora sí eres un hombre", le dijo. Y como él no entendió lo que ella quería decirle, se lo explicó letra por letra:
-Vas a tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miré. "Déjenlos que sueñen" dijo. "Nosotros volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas." A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevé de los deberes en el laboratorio creyendo que habla tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Habla perdido su antigua espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de' soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, sin interesarse por ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego: una gitana muy joven, casi una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres.
José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y se habla detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos metieron al hombre víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que dirigía el espectáculo anunció:
-Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía.
José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corset alambrado, de su. carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no hacía parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnífico animal en reposo.
-Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.
La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama. La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.
Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los gitanos no habla más que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios entre la basura le dijo a Ursula que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora: "¡Se metió de gitano!", le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.
-Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.
Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.
Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se habla sensibilizado en la desdicha, experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió a la casa.
El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde hacia varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin legrar explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró. Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencida de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
-Si no temes a Dios, témele a los metales.
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendia apenas si pudo resistir el impacto. "¡Era esto!", gritaba. "Yo sabía que iba a ocurrir." Y lo creía de veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un beso convencional, como sí no hubiera estado ausente más de una hora, y le dijo:
-Asómate a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos

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