Un jueves de enero, a las dos de
la madrugada, nació Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula
la examinó minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas
sus partes eran humanas. Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando
sintió la casa llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de su
hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión tan
impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría para sacarlo
del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando
claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó a regresar. En el
cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién nacida y con una cara que
se le caía de inocencia, encontró a José Arcadio.
Úrsula había cumplido apenas su
reposo de cuarenta días, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos
saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de
Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso,
sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo
anunciaron en función de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una
simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio,
llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental
al desarrollo del transporte, sino corno un objeto de recreo. La gente, desde
luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz
sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden
colectivo, José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios
dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía
ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero
momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto.
Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía,
equivocó la forma y la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima.
"Ahora sí eres un hombre", le dijo. Y como él no entendió lo que ella
quería decirle, se lo explicó letra por letra:
-Vas a tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a
salir de su casa en varios días. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante
de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los
artefactos de alquimia habían revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio
Buendía recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda de
la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron
los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al nivel de la ventana del
laboratorio llevando al gitano conductor y a varios niños de la aldea que
hacían alegres saludos con la mano, y José Arcadio Buendía ni siquiera la miré.
"Déjenlos que sueñen" dijo. "Nosotros volaremos mejor que ellos
con recursos más científicos que ese miserable sobrecamas." A pesar de su
fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los poderes del huevo filosófico,
que simplemente le parecía un frasco mal hecho. No lograba escapar de su
preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su
padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el
propio José Arcadio Buendía lo relevé de los deberes en el laboratorio creyendo
que habla tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto,
comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen en la búsqueda de la
piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle una confidencia. Habla perdido
su antigua espontaneidad. De cómplice y comunicativo se hizo hermético y
hostil. Ansioso de' soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo,
una noche abandonó la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar
Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Después de deambular
por entre toda suerte de máquinas de artificio, sin interesarse por ninguna, se
fijó en algo que no estaba en juego: una gitana muy joven, casi una niña,
agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había visto en su
vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo del hombre
que se convirtió en víbora por desobedecer a sus padres.
José Arcadio no puso atención.
Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-víbora, se había
abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba
la gitana, y se habla detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas.
La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra
sus espaldas. Entonces ella lo sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de
sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la
cabeza y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos metieron
al hombre víbora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano
que dirigía el espectáculo anunció:
-Y ahora, señoras y señores,
vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendrá que ser decapitada
todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta años, como castigo por
haber visto lo que no debía.
José Arcadio y la muchacha no
presenciaron la decapitación. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con
una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se
deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje
almidonado, de su inútil corset alambrado, de su. carga de abalorios, y quedó
prácticamente convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes
y piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de José
Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban su fragilidad. Sin
embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en una especie de
carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban
sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados.
La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de
las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin saber qué hacer,
mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espléndidas
entró poco después acompañada de un hombre que no hacía parte de la farándula,
pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la
cama. Sin proponérselo, la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie
de fervor patético su magnífico animal en reposo.
-Muchacho -exclamó-, que Dios te
la conserve.
La compañera de José Arcadio les
pidió que los dejaran tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca
de la cama. La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio. Al
primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un
crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se deshizo en un
sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un
lamento lúgubre y un vago olor de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza
de carácter y una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces
levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se
desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha
por los oídos y le salían por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La
noche del sábado José Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con
los gitanos.
Cuando Úrsula descubrió su
ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los
gitanos no habla más que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía
humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando
abalorios entre la basura le dijo a Ursula que la noche anterior había visto a
su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con la jaula
del hombre-víbora: "¡Se metió de gitano!", le gritó ella a su marido,
quien no había dado la menor señal de alarma ante la desaparición.
-Ojalá fuera cierto -dijo José
Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y
recalentada y vuelta a machacar-. Así aprenderá a ser hombre.
Úrsula preguntó por dónde se
habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y
creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la
aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en
regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta de su mujer sino a las
ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose en una cama de
estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que estaba ronca de
llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien equipados, puso a
Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para amamantaría, y se perdió por
senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores
indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer que no
habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda inútil, regresaron
a la aldea.
Durante varias semanas, José
Arcadio Buendía se dejó vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre
de la pequeña Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada
cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que Úrsula
nunca supo cantar. En cierta ocasión Pilar Ternera se ofreció para hacer los
oficios de la casa mientras regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa
intuición se habla sensibilizado en la desdicha, experimentó un fulgor de
clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de algún modo inexplicable
ella tenía la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparición de
su madre, y la acosó de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que
la mujer no volvió a la casa.
El tiempo puso las cosas en su
puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no supieron en qué momento estaban otra
vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor,
entregados una vez más a la paciente manipulación de la materia dormida desde
hacia varios meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una
canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre
y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta
ocasión, meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas
extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un
armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua
colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media hora hasta
evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su hijo observaban aquellos
fenómenos con asustado alborozo, sin legrar explicárselos, pero
interpretándolos como anuncios de la materia. Un día la canastilla de Amaranta
empezó a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto,
ante la consternación de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre
no se alteró. Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una
mesa, convencida de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa
ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
-Si no temes a Dios, témele a los
metales.
De pronto, casi cinco meses
después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con
ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendia apenas
si pudo resistir el impacto. "¡Era esto!", gritaba. "Yo sabía
que iba a ocurrir." Y lo creía de veras, porque en sus prolongados
encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón que
el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la
liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en
oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había ocurrido: el
regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un beso
convencional, como sí no hubiera estado ausente más de una hora, y le dijo:
-Asómate a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó mucho
tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la
muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos
lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos
dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con
muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos
en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían
del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que
recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar.
Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no
pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos
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